jueves, 3 de julio de 2008

La Terrible Grandeza de la Guerra.

Los antiguos griegos otorgaban el titulo de "ARIETE" al ciudadano que había alcanzado por mérito propio la excelencia integral de su persona en obra y palabra. Sin duda, Salvador Borrego E. será por siempre uno de los grandes de los ultimos tiempos... ARIETE de la nación mexicana, símbolo de la lealtad y el honor del hombre latinoamericano comprometido con la raza del espíritu.

Aqui va un extracto de su monumental obra: "Derrota Mundial"...



LA TERRIBLE GRANDEZA DE LA GUERRA

Días después del llamado de paz que Hitler hizo el 6 de octubre de 1939, quedó patente que Inglaterra y Francia no querían ninguna fórmula de arreglo. Churchill dice que el Gabinete inglés tenía "la resolución inquebrantable de darle muerte (a Hitler) o perecer en la demanda". Francia seguía sus pasos. Y Roosevelt, por su parte, vivía esos días bajo el temor de "que se llegase a una paz negociada", y a fin de evitarla inició su personal correspondencia con Churchill.

Todavía con la esperanza de encontrar posteriormente una transacción, Hitler inició los preparativos para librar la guerra que no quería con Occidente y la guerra que sí quería, contra el Oriente.

Ya en la encrucijada, ante el mortal peligro de los dos frentes, Alemania afrontó la guerra con serenidad y con entereza.

Como observó Schubart, ningún pueblo ha hablado tanto de la vivencia de la camaradería propia de la guerra como el alemán: "Solamente la guerra, con sus sombras de muerte, tiene el poder de romper la coraza del alma con que se cubre el alemán en el plano individual. La mónada sobrecargada de responsabilidad personal, que es el alemán, respira cuando la atomizadora vida burguesa desemboca en el estado unitivo de la guerra... Cuanto más herméticamente nos encerramos en la propia personalidad, tanto más violento es a veces el afán de librarnos de la cárcel de la persona. Aquí tenemos la fuente del entusiasmo alemán por la guerra, fuente que emana de las capas más profundas del alma". (Nosotros agregamos que esa resolución dimana del Espíritu Increado)



Mucho se ha hablado en contra de la guerra. Pero evidentemente no todo es negativo en ella. Es en la lucha donde se remueven las más profundas vetas de la personalidad de los pueblos; es en la lucha donde frecuentemente aflora lo peor de sus defectos pero también lo mejor de sus valores; es en el momento supremo del "ser o no ser" cuando se ve lo que en realidad contiene un pueblo y lo que guarda celosamente como fase no de todos los días.

Por muchos motivos es lamentable que el deseo de guerra sea tan antiguo como el deseo de paz, pero esto es un hecho. A veces la paz es cesación de lucha, aunque no paz verdadera. No siempre la paz es esencialmente perfecta, y de ahí que se haya dicho que todo lo que vive, lucha.

En muchas ocasiones la guerra ha sido una amplificación gigantesca de un conflicto o de un espíritu de lucha; a veces encierra significados profundos e invisibles que arrastran a grandes masas de hombres, pese a lo terrible que es la guerra. Todos los horrores y el dolor que ésta encierra no han sido suficientes para hacer nacer el espíritu de una auténtica paz, que sería la verdadera, la lograda por dentro del espíritu, no en convenios o tratados siempre expuestos al fraude o a la traición. (Extremadamente Brillante y lúcida reflexión)



Paradójicamente, pese a sus cenizas de destrucción, el dolor de la guerra también ha creado algo, quizá porque corresponde a una etapa inevitable de la imperfección humana, que no ha sabido obtener por medios pacíficos todo lo que la vida ofrece. No fueron sólo los reposados y sabios senadores los que forjaron el Imperio Romano, sino también la espada de César y el empuje de sus legiones; no fueron sólo los sabios de Grecia los que hicieron de Grecia el corazón de una época y de una civilización, sino el arrojo de sus guerreros.

Ojalá no hubiera sido necesario que las cosas ocurrieran así, pero así fueron, tal vez por alguna razón trascendente que en el futuro pueda llegar a ser superada. Mientras esto ocurre, se ha visto que los pueblos crecen y se hacen grandes y maduros al golpe de sus luchas a través de la historia. En la naturaleza todo es lucha, y el hombre no ha podido sustraerse a este fenómeno. Su milenario anhelo de paz ha naufragado en la injusticia y en la paz falsa, que jamás puede ser definitiva porque carece de la esencia capaz de darle perdurabilidad.

Y así hemos visto de tiempo en tiempo que esa paz aparente se rompe en un instante y reaparece la guerra, con una nueva ilusión de alcanzar la paz verdadera.

Es innegable que en la guerra muchos espíritus creen encontrar la fórmula suprema de enmendar injusticias, quizá porque en la lucha de vida o muerte sólo queda en pie la profunda y auténtica voluntad del sacrificio para morir por lo que se proclama. Este rasgo confiere a la guerra un aspecto grandioso, porque en ella muchos hombres se entregan a la lucha sacrificándose por las generaciones que aún están por llegar.

Ese rasgo ha sido el relámpago de la espada que ha escrito en el firmamento de los siglos la historia del dolor de muchos pueblos en su camino —hasta ahora infructuoso—por alcanzar la paz verdadera, basada en la justicia.

Y ese rasgo se enfatizó antes de la segunda guerra mundial, a veces equivocadamente o en forma exagerada, por boca de diversos escritores y filósofos.

El Conde de Keyserling precisa en "La Vida Intima": "Desde el punto de vista de la vida terrestre, el derrotista no vale nunca nada —y la vida de los pueblos es sólo terrestre—. Quien no admite el principio de la conquista y de la supresión del derecho vigente, rehúsa ipso facto admitir el progreso; de lo que se deduce desgraciadamente, que es para siempre imposible abolir la guerra, pues siempre habrá momentos en que sólo el empleo de la fuerza permitirá romper los estatismos caducos o contrarios al instinto vital de una nación dada".



No es por casualidad, ni por caprichos del azar, por lo que tantos hombres han percibido esa dolorosa grandeza de la guerra. "Debéis amar la paz como un medio de guerras nuevas, y la paz corta, mejor que la larga. Que vuestro trabajo sea una lucha, ¡que vuestra paz sea una victoria!... No vuestra piedad, vuestra bravura es la que salvó hasta el presente a los náufragos", dice Nietzsche en Así Hablaba Zaratustra.

Y añade en El Crepúsculo de los ídolos: "Los pueblos que han tenido algún valor no lo han ganado con instituciones liberales; el gran peligro los hizo dignos de respeto".

El Dr. Gustavo Le Bon, en "La Civilización de los Árabes", reconoce la grandeza de las fuerzas que en el choque de las guerras van fraguando la silueta de los pueblos:

"Se ha de ser cazador o caza, vencedor o vencido. La humanidad ha entrado en una edad de hierro en la cual todo lo débil ha de perecer fatalmente. Los principios de derecho teórico, expuestos en los libros, no han servido jamás de guía a los pueblos; y la historia nos enseña que los únicos principios que han obtenido el respeto son aquellos que se hacen prevalecer con las armas en las manos".

Contestando un folleto pacifista del Instituto de Derecho Internacional Von Moltke dijo: "La paz perpetua es un sueño, y ni siquiera un sueño hermoso. La guerra forma parte del orden universal creado por Dios y en ella se desarrollan las más nobles virtudes del hombre: el valor, el espíritu de sacrificio, la lealtad y la ofrenda de la propia vida. Sin la guerra el mundo se hundiría en el fango del materialismo".

Juan Fichte, en Discursos a la Nación Alemana, habló del poder aglutinante de la guerra: "Se llega a la unidad perfecta cuando cada miembro mira como suyo propio el destino de los demás. Cada cual sabrá que se debe enteramente al todo y que con él será feliz y sufrirá. . . Sólo reposan los que no se sienten bastante fuertes para luchar".



Oswaldo Spengler, en Años Decisivos: "Muy pocos soportan una larga guerra sin que su alma se corrompa; nadie una larga paz... La lucha es el hecho primordial de la vida, es la vida misma, y ni siquiera el más lamentable pacifista consigue destruir, desterrar de su alma el placer que despierta. Por lo menos teóricamente quisieran combatir y aniquilar a los adversarios del pacifismo".

Y Spengier mismo añade, en Decadencia de Occidente: "La guerra es la creadora de todas las cosas grandes. Todo lo importante y significativo en el torrente de la vida nació de la victoria y de la derrota. . . Los derechos del hombre, la libertad y la igualdad son literatura, pura abstracción y no hechos. El pensamiento puro, orientado hacia sí mismo, ha sido siempre enemigo de la vida, y por tanto, hostil a la historia, antiguerrero, sin raza. Antes muerto que esclavo, dice un viejo proverbio aldeano de Frisia. Lo contrario justamente es el lema de toda civilización postrera. . . La vida es dura, si ha de ser grande. Sólo admite elección entre victoria y derrota, no entre paz y guerra. Toda victoria hace víctimas. Sólo es literatura la que, lamentándose, acompaña los acontecimientos. . . La guerra es la política primordial de todo viviente, hasta el grado de que en el fondo lucha y vida son una misma cosa y el ser se extingue cuando se extingue la voluntad de la lucha.

"La raza es algo cósmico, una dirección, la sensación de unos signos concordantes, la marcha por la historia con igual curso y los mismos pasos. Y de una idéntica pulsación nace el amor real. .. Contemplad una bandada de pájaros volando en el éter; ved cómo asciende siempre en la misma forma, cómo torna, cómo planea y baja, cómo va a perderse en la lejanía; y sentiréis la exactitud vegetativa, el tono objetivo, el carácter colectivo de ese movimiento complejo, que no necesita el puente de la intelección para unir el yo con el tú. . . Así se forja la unidad profunda de un regimiento cuando se precipita como una tromba contra el fuego enemigo; así la muchedumbre ante un caso que la conmueve, se convierte de súbito en un solo cuerpo que bruscamente, ciegamente, misteriosamente, piensa y obra. Quedan anulados aquí los límites del microcosmos... Un sino se cierne sobre todas las cabezas". (Realmente fascinante)

Y así el pueblo alemán en armas, ante la imposibilidad de eludir la guerra en Occidente y ante su necesidad ideológica de hacer la guerra al Oriente bolchevique, cruzó el umbral de la paz y se internó en la siniestra grandeza de la guerra. Con sereno entusiasmo su juventud lo sacrificó todo y se precipitó desde las frías tierras de Noruega hasta los candentes desiertos de África, y desde las floridas campiñas de Francia hasta las polvosas estepas de Rusia.

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